Solidarité Maroc, 23/12/2025
Un solo invierno fue suficiente. Apenas inaugurada, una carretera flamante en la periferia de Tánger se transformó, en cuestión de pocos días, en un paisaje de grietas abiertas, hundimientos preocupantes y deslizamientos de tierra. Bastó la primera ola de lluvias para poner al descubierto la extrema fragilidad de una obra presentada como “moderna” y facturada en 4 millones de dirhams —400 millones de céntimos de dinero público. [=372.000€].
Nada excepcional, sin embargo, en esas precipitaciones: el invierno en el norte de Marruecos es un dato conocido, documentado y perfectamente integrado en las normas técnicas de cualquier proyecto de infraestructura que se precie. Y es precisamente ahí donde comienza el escándalo.
Sobre el terreno, el diagnóstico es demoledor. Ausencia casi total de cunetas, fallas evidentes en el drenaje, ningún dispositivo lateral capaz de canalizar las aguas de escorrentía o de proteger la calzada contra la erosión. El resultado era tan mecánico como previsible: el agua se estanca, se infiltra bajo la capa de rodadura, debilita la estructura y provoca el derrumbe progresivo de la carretera. Lo que debía ser un eje de circulación duradero se convierte, en pocas semanas, en un peligro potencial para los usuarios.
Como ocurre con
demasiada frecuencia en este tipo de casos, la amenaza es clara: la factura
corre el riesgo de recaer, por segunda vez, sobre el contribuyente. Tras haber
financiado una obra defectuosa, probablemente tendrá que pagar su reparación, a
través de nuevos contratos públicos, nuevas partidas presupuestarias y los
mismos discursos sobre la “urgencia” y la “seguridad”.
La comisión especial
creada por la wilaya para investigar este proyecto reveló un dato especialmente
inquietante. Según sus conclusiones preliminares, un sobrecoste de apenas
500.000 dirhams [=47.000€] habría sido
suficiente para dotar a la carretera de los sistemas de drenaje indispensables.
Una suma irrisoria en relación con el coste total de la obra —poco más del 12 %
del presupuesto— que habría evitado el derrumbe parcial hoy constatado.
¿Por qué se ignoró
este elemento vital? La pregunta sigue abierta. ¿Se trata de una simple
negligencia en la fase de diseño? ¿De una incompetencia técnica del estudio de
ingeniería o de la empresa adjudicataria? ¿O, peor aún, de una práctica cada
vez más común en ciertos proyectos públicos: recortar deliberadamente los
trabajos esenciales para inflar los márgenes, con la certeza de regresar más
tarde a “reparar” los daños mediante nuevos contratos igualmente lucrativos?
Más allá de este proyecto concreto, el caso plantea una cuestión más amplia y más grave: ¿quién controla realmente la ejecución de los contratos públicos? ¿Quién valida la conformidad de las obras antes de su recepción definitiva? Y, sobre todo, ¿quién rinde cuentas cuando el dinero público se dilapida de este modo, en flagrante desprecio de las reglas elementales de la ingeniería y del interés general?
Mientras no se establezcan claramente las responsabilidades —desde el promotor del proyecto hasta las oficinas de control, pasando por los cargos electos y las administraciones implicadas— este tipo de escándalos seguirá repitiéndose. Y el invierno, implacable, seguirá llegando cada año para recordar lo que algunos prefieren ignorar: la corrupción y el amateurismo nunca resisten mucho tiempo frente a las leyes de la naturaleza.



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